Templarios

Los templarios

Antes del siglo XI, se solía llamar  a los monjes  «soldados de Cristo», ya que llevaban  una vida de sacrificio y de renuncia a los placeres. Coincidiendo con la sacralización de las guerras por la defensa de la Iglesia, los guerreros empezaron a ser definidos como «soldados de san Pedro» o «soldados de Cristo». Los más elogiados fueron los cruzados que marcharon a Jerusalén, porque fueron a combatir por la fe en un viaje muy arriesgado.

Pero por grande que fuera su fervor, resultaba obvio que en un escenario de luchas dilatadas en el tiempo no se podía confiar en el compromiso total de estos hombres. Para defender Tierra Santa, era necesario un nuevo tipo de «Milicia de Cristo» que se caracterizara por su servicio permanente y abnegado. La fórmula se encontró cuando, en Jerusalén, unos caballeros hicieron votos monásticos y decidieron vivir en comunidad, y crearon la primera orden religioso-militar, formada por monjes que eran a la vez guerreros.         

Los pobres caballeros de Cristo

El reino de Jerusalén tardó unos años en consolidarse y la ruta de los peregrinos seguía siendo peligrosa. Hacia 1120, para combatir esta situación, nueve caballeros liderados por Hugo de Payns se reunieron en cofradía y juraron proteger a los peregrinos en su tránsito a los Lugares Santos. Al poco, el rey Balduino II, que quería aprovechar la fuerza militar de estos «pobres caballeros de Cristo», les ofreció las estancias de su palacio (la mezquita de Al-Aqsa). Como aquel edificio se creía que era el templo de Salomón, empezaron a ser conocidos como templarios. 

El Elogio de la nueva milicia templaria

Los templarios encontraron un firme aliado en Bernardo de Claraval, fundador de la orden del Cister, que ayudó a resolver el dilema de cómo se podía ser monje y soldado al mismo tiempo, y afirmó que ello era posible si el templario combatía contra los enemigos de la cristiandad. En 1129, un concilio autorizó la orden y su regla. Para refuerzo de su ideal, Bernardo escribió poco después el Elogio de la nueva milicia templaria, donde justifica la elección vital de los frailes y los alaba como guardianes de los peregrinos y los Santos Lugares.

El reconocimiento final de la orden

El papel del Temple sería finalmente sancionado por el papa Inocencio II en su bula Omne datum optimum, donde definía a los frailes del Temple como «defensores de la Iglesia y adversarios de los enemigos de Cristo». El papa los liberaba de la obediencia al patriarca de Jerusalén, y a cualquier otro obispo, y los situaba directamente bajo la tutela de la Santa Sede. La bula también establecía la jerarquía y los privilegios de la orden, como el poder disponer de iglesias, cementerios y sacerdotes propios.